El último reto
Era la noche de brujas. En un vecindario de fachadas silenciosas y faroles temblorosos, un grupo de adolescentes se reunió en el jardín trasero de una casa. Tras un día largo y pesado de clases, habían decidido poner a prueba su valor, aunque en el fondo solo buscaban un poco de diversión. Uno de ellos —el más ansioso de acción, con una sonrisa que parecía retar a la oscuridad— propuso jugar verdad o reto. Girarían una botella y, cuando esta se detuviera, el elegido tendría que enfrentar lo que escogiera.
La primera ronda comenzó. La botella giró con un entusiasmo extraño, como si disfrutara del juego tanto como ellos. Fue el turno de una chica; eligió verdad. El anfitrión, con un brillo malicioso en los ojos, le preguntó si estaba enamorada de un chico de otro grupo. Ella lo confesó sin titubeos, parecía que había esperado la excusa para gritarlo en público. El mandato se cumplió, y todos rieron con alivio.
De nuevo, la botella fue lanzada con fuerza. El círculo entero contuvo la respiración: aunque el juego los divertía, cada uno temía ser el próximo en quedar bajo la mirada de todos.
La botella se detuvo frente al chico más callado del grupo, aquel que rara vez hablaba pero que siempre parecía disfrutar de la compañía de los demás. Miró a ambos lados, como buscando una salida invisible, pero lo único que encontró fueron sonrisas expectantes y murmullos que lo cercaban como un muro.
No contestó en seguida. Sabía que debía elegir pronto. No estaba seguro de cuál opción era peor; lo único que intuía era que, eligiera lo que eligiera, terminaría sufriendo.
— ¿Y bien? —preguntó el anfitrión, con una voz que sonó más a sentencia que a juego—. ¿Vas a elegir o nos dejarás esperando?
El chico comenzó a temblar. Sentía el peso de las miradas, la presión de lo que nadie se atrevía a decir en voz alta.
— Reto —susurró al fin, con la voz quebrada.
El anfitrión sonrió, una sonrisa amplia y oscura, como si hubiera estado aguardando ese momento. Lo que vendría después no sería fácil de olvidar.
El reto era claro: debía cruzar la calle y entrar en la casa abandonada, aquella que llevaba años vacía, incluso antes de que cualquiera de ellos llegara al vecindario. Tenía que explorar un poco y traer un objeto como prueba. Una tarea sencilla, al menos en apariencia.
Antes de que partiera, una de las chicas advirtió en voz baja que tuviera cuidado: se decía que allí habitaba un fantasma que se alimentaba de almas puras. No sabía más, pero insistió en que lo esencial era no cruzarse en su camino.
Al escuchar esas palabras, el chico dudó e intentó retractarse. Pero ya era tarde: el juego no permitía retrocesos. Entre gritos de aliento que sonaban más a órdenes y empujones disfrazados de bromas, lo llevaron hasta la puerta. No tuvo más remedio que cumplir. Tragó saliva, respiró hondo; su corazón golpeaba con tanta fuerza que parecía querer escapar de su pecho.
Dentro, lo envolvió un silencio espeso y una penumbra apenas quebrada por la luz que se filtraba desde la calle. Avanzó pegado a las paredes, tanteando para evitar tocar algo que no debía. No había nada más que polvo, telarañas, madera suelta y muebles vencidos por el tiempo.
Hasta que, en uno de los cuartos, lo vio: un portarretratos aún erguido sobre una mesa. Se acercó con cautela. La fotografía mostraba a una chica de su edad: delgada, de cabello largo y oscuro, con facciones finas y ojos abiertos que parecían mirarlo directamente. Sonreía con una felicidad luminosa, casi ingenua. Quizá había sido parte de la familia que vivió allí… aunque él no podía saberlo.
Pretendía llevarse el retrato como prueba, así que lo sostuvo con firmeza, dispuesto a salir lo más rápido posible. Pero al girar, se encontró con una figura que lo detuvo en seco. Era la misma chica de la foto: no solo idéntica en el rostro, sino también en el vestido blanco con adornos dorados. Lo miraba fijamente, y aunque no parecía querer lastimarlo, su sola presencia lo paralizó. No podía gritar ni moverse; por dentro, sin embargo, el miedo lo devoraba. No era el espectro grotesco de las películas, sino algo más perturbador: una belleza detenida en el tiempo.
La muchacha le pidió que no temiera. Necesitaba su ayuda. Le contó que hacía muchos años había vivido allí con su familia. Tenía sueños, metas, una vida que deseaba construir… hasta que se enamoró de un chico que le hizo falsas promesas. Lo enfrentó todo por él: a sus padres, a sus propios anhelos. Y cuando él la abandonó, el dolor la quebró. Murió llorando, con el corazón roto, y desde entonces había quedado atrapada en aquella casa. La única forma de liberarse era encontrar a alguien puro que le ofreciera un beso verdadero, un amor auténtico.
El chico escuchó con atención. Comprendió entonces que sus compañeros estaban equivocados: aquel fantasma no era un monstruo, sino alguien que buscaba lo mismo que todos, un poco de amor. Recordó las palabras de su madre: “ayuda siempre a quien lo necesite”. Nunca le había dicho que debían estar vivos.
Asintió. La chica se acercó despacio, tomó su rostro con suavidad y lo besó. Fue un beso cálido, inesperadamente humano. El chico se dejó llevar, hasta que un suspiro largo escapó de sus labios. Entonces, una luz blanca los envolvió a ambos, cegadora, y en un instante el cuarto quedó sumido en la oscuridad.
El retrato cayó al suelo. Y junto a él, el cuerpo del chico.
Los días pasaron. Las hojas anaranjadas y rojas cubrían las calles, mientras la casa abandonada seguía envuelta en su silencio.
El anfitrión del juego pasó frente a la fachada y bajó la mirada, arrepentido. Nunca imaginó que un reto tonto acabaría así.
El chico tímido jamás volvió. Tras horas de espera, llamaron a la policía. Los oficiales lo encontraron al pie de las escaleras, el cuello roto por una caída absurda en la oscuridad. En sus manos aún apretaba un portarretratos con la imagen de una joven que había vivido allí mucho tiempo atrás. Dos muertes en la misma casa, separadas por años, unidas por un mismo misterio.
Cuando todo terminó, el retrato volvió a su lugar sobre la mesa. Pero ya no mostraba a una sola figura. Junto a la muchacha sonreía ahora el chico, como si siempre hubiera pertenecido a esa fotografía.
El viento entró por una ventana rota, levantando el polvo y agitando las cortinas. En medio del cuarto, dos siluetas se abrazaban, inseparables. La pareja de la foto había encontrado su destino. Los había unido un beso de liberación. Un beso que aún flotaba en el aire.
Comentarios
Publicar un comentario