No era una prisión
Pasé noches enteras diseñando rutas de escape, pero fracasé tras varios intentos. Por momentos creí perder la razón ante la ausencia de voces, de presencias. Aquella sensación era tan ardiente que quemaba desde adentro.
Durante mucho tiempo deseé que alguien me rescatara. Caí al fondo de un pozo, y la oscuridad me tomó como prisionero; el silencio se convirtió en mi nuevo idioma. Desde ahí observaba las siluetas que caminaban cerca. Algunos echaban un vistazo, otros pasaban de largo pese a escuchar mis gritos, y unos más se burlaban de mi condición.
En una ocasión, una de tantas siluetas se detuvo y echó un vistazo. No le di importancia: pensé que solo se dejaba llevar por el morbo. Pero no fue así. Extendió su mano para ayudarme, sin condiciones, con sinceridad—o al menos eso quise creer al principio.
Dudé en aceptarlo. Pero luego de escuchar su historia, de saber cómo alguien la ayudó a escapar de su propio pozo, decidí creer.
Cuando tiró de mi brazo, me sujeté con fuerza. Una fuerza que no sabía que tenía. Mientras ascendía, los primeros rayos del sol me acariciaron el rostro. Una brisa ligera me golpeó, revelándome que la libertad era lo más valioso. La luz comenzaba a descubrir el rostro de aquella silueta que había tenido compasión de mí.
Pero algo cambió de pronto. Otra sombra la tomó entre sus brazos, la apartó de mí... y me arrastró de nuevo al pozo. El golpe de la caída fue menos doloroso que soltar su mano. Por primera vez había sentido lo que era ser tocado por la calidez y la compasión. No hubo lucha por volver, simplemente me dejé llevar. Las lágrimas escaparon sin permiso, las punzadas en el pecho eran insoportables. No logré contener el grito de desesperación.
Los crudos inviernos pasaban como ventiscas gélidas, tan frías como el alma de las sombras que me mantenían en las profundidades.
Y los veranos infernales me enseñaron a resistir las llamaradas violentas que el guardián lanzaba, solo para complacerse con mi sufrimiento.
Sabía que, por más que me resistiera o intentara huir, ellos me devolverían al fondo. Así que cambié la forma de mirar la vida. Comprendí que estar ahí no era una condena, y que cada golpe no era un castigo: era un rito. Era mi hogar. No debía sentirse cálido, ni gobernado por la compasión o la ternura. Debía mostrarme cómo era el mundo allá afuera, y cómo resistirlo, sobrevivirlo… y salir triunfante. Cuando lo acepté, las sombras se volvieron mi guía, y el guardián, mi mentor.
Logré hacerme más fuerte descendiendo a las profundidades—a un lugar más allá de lo que cualquiera podía ver desde la orilla. Cuando emergí, el silencio era mi lengua madre. Las sombras me cubrían, no para protegerme, sino para proteger a los demás de lo que me había convertido. Así, cuando alguien miraba hacia dentro, movido por la curiosidad, solía arrepentirse. Fue entonces que pude salir, no para huir, sino para explorar el mundo para el que fui entrenado.
Y si tú también estás en un pozo que parece prisión, no te equivoques: con seguridad no lo es. Solo tienes que aprender a ver más allá de lo que te rodea.
No se trata de endurecer el alma ni apagar la ternura. Se trata de ser fuerte para ti mismo.
No permitas que las sombras se apoderen de tu espíritu, ni de tu voluntad.
Comentarios
Publicar un comentario